El ingeniero agrónomo y soldado que fue protagonista de una guerra que marcó la historia argentina
Héroe de Malvinas, Pablo Lima volvió de la guerra y se metió en la facultad de agronomía: “El refugio de los libros era un oasis para mí en ese momento”
“Llegó el día de ser protagonistas, hoy a la noche vamos a tomar Malvinas”, repite con un tono altisonante Pablo Lima, un ex soldado combatiente en la Guerra de las Islas Malvinas e ingeniero agrónomo. Lima también fue director de Agricultura Familiar y Desarrollo Rural de la provincia de Buenos Aires. Durante la gestión de María Eugenia Vidal , coordinó proyectos como la Ley Ovina (2001-2009) y estuvo involucrado en programas del INTA (1996-1999).
De aquel 1° de abril de 1982 recuerda todo: las voces, el enardecimiento y hasta el miedo. “Nos suben a toda la tropa del Ara Punta Médanos a la cubierta de vuelo, desde arriba, los mayores nos dieron una arenga militar con un tono enérgico a los 200 soldados que viajaban en la Operación Rosario”, relata mientras sube el timbre de su voz para revivir por un segundo aquel instante: “Tratan de empoderarte”.
Antes de sumarse al servicio militar, Pablo había empezado la carrera de agronomía, pero debió posponerla hasta pasada la guerra que marcó para siempre su camino. Hoy se dedica a la asesoría de empresas y productores sobre la agricultura familiar y cultivos extensivos, después de haber ocupado un cargo clave en el Gobierno de la provincia en esas tareas.
El 28 de marzo, de hace 39 años, Punta Médanos zarpó de Puerto Belgrano cargado de víveres y combustible para otras unidades que se encontraban en alta mar con instrucciones de tomar las Malvinas. Para entonces, Pablo solo tenía 18 años y uno de experiencia como soldado, el tiempo suficiente para ser considerado como un “soldado viejo” por sus superiores. “Con 18 añitos se te pone la piel de gallina escuchar que ibas a recuperar las Islas, aunque me preguntaba por qué yo iba a ir a tomar las Malvinas”, dice.
Ese 1 de abril, Pablo tenía asignado uno de los turnos para hacer guardia entre las 12 de la noche y 4 de la madrugada, uno de los horarios más peligrosos para la tropa, por la oscuridad y la quietud de la noche. “Cuando anclas es justo la posibilidad en la que te pueden abordar. Yo no veía nada, no había ningún tipo de luz ni resplandor y tampoco era bueno para vigilar las cubiertas”, dice. El miedo que tenía era caer al mar sin ser visto y ayudado por alguien, pero aquella noche iba a ser solo la primera de tantas que iba a tener en los siguientes meses de incertidumbre que le tocó vivir en alta mar.
El Punta Médanos, relata, estuvo en zona de exclusión de 300 millas, donde los niveles de órdenes son “si te atacan te defendes, y si el barco es muy estratégico lo hundís”. Así estuvieron desapercibidos durante la primera etapa hasta que recibieron órdenes de cambiar la posición y se convirtieron en un blanco estratégico con el hundimiento del ARA Belgrano.
“Tenés libertad total dentro de la zona de exclusión, ahí estaban las unidades de combate y nosotros lo estábamos hasta que a mediados de abril empezaron a estar cinco submarinos ingleses. Era una ruleta rusa estar en el mar, no sabés si es norte o sur, si los que están del otro lado son soldados rasos o no”, narra y sigue: “Cuando ocurrió el hundimiento del ARA Belgrano, la flota no tenía sentido, estaba a la buena de Dios. Éramos 11 contra 35, un poderío irracional y al final nos corrió un submarino. Fuimos hasta la costa, a una profundidad en la que el submarino no puede atacar”. El 14 de junio, con la rendición de las Islas Malvinas, fueron remolcados por el Ara Almirante Irizar hasta Puerto Madryn.
La vida después de la guerra
Al volver Pablo tenía que empezar de nuevo, dice que quería retomar la universidad y dejar atrás el duro recuerdo de la guerra. Así, volvió a la facultad de agronomía, de la que había hecho un año antes de ser llamado a servicio. “El refugio de los libros era un oásis para mí en ese momento. Hice la carrera, trabajé en muchas cosas distintas hasta el día de hoy”, cuenta.
En su especialización se dedicó a la soja, a los cultivos extensivos, a supervisar la calidad interna de los procesos, cómo se cosechan los productos, las mediciones y la asesoría a los pequeños productores. Desde su gestión también coordinó la Ley Ovina y encabezó programas en el INTA. Hoy, dice, asesora a los productores sobre inversiones en el agro y “al establishment político, pero no me llaman los que ganaron la elección”, reconoce entre risas.
En la guerra perdió amigos y le encontró sentido a muchas cosas de la vida que lo ayudaron a forjar su personalidad. “La experiencia de ir a Malvinas la uso todos los días, me sirve para estar en situaciones límites. El tema de aferrarse a los valores, porque uno se aferra a cuatro o cinco cosas nada más y las mantienes toda la vida. Hoy, por ejemplo, no me imagino mandar a mis hijos a una guerra y ahora lo veo como una locura. No podés dispararle a otro para resolver un problema”, razona.
En 2014, Pablo aprovechó el viaje que quería hacer un amigo de la escuela, Agustín Barletti, para cruzar el Estrecho de San Carlos nadando, así pudo reencontrarse con el recuerdo de los amigos que cayeron durante la guerra, el frío viento polar y la quietud del mar de aceite. “Fui al Cementerio de Darwin a llevar un rosario bendecido por el Papa Francisco a mis amigos, pero me impresionó: es un lugar muy chocante y desolado. Había tumbas sin ningún tipo de ofrenda, entonces elegí una que no tenía y la dejé ahí, cuando llegó el momento de irme tenía ganas de quedarme, no los quería abandonar. No podía dejarlos ahí solos con el viento frío de la noche”, resalta.
Hoy, se apoya en su esposa Karina, sus tres hijos, Valentina, Sebastián y Vicky y la idea de que lo dio todo “por amor a la patria”. Dice que “hubo gente que dio la vida por amigos”, por la lealtad y los valores de su país.
Fuente: Agofynews